sábado, 29 de junio de 2013

Misión Olvido (fragmento), María Dueñas




En mi ansia por huir de mis demonios domésticos, había imaginado que un cambio radical de trabajo y geografía sería como una tabla de salvación en la deriva de mis sentimientos. Pero al ver aquel desbarajuste de cajas y archivadores amontonados, de carpetas desparramadas por el suelo y materiales apilados unos encima de otros sin atisbo de concierto, intuí que me había equivocado. Jamás se me había pasado por la imaginación que poner orden a los polvorientos bártulos de un profesor muerto sería el flotador al que acabara por aferrarme en mitad de la tempestad.

Pero ya no había vuelta atrás. Demasiado tarde, demasiados puentes volados. Y allí estaba yo tras la marcha de Rebecca, encerrada en un sótano en un pueblo perdido de la costa más remota de un país ajeno, mientras a miles de kilómetros mis hijos se adentraban solos en los primeros tramos de sus vidas adultas y el que hasta entones había sido mi marido se disponía a revivir la apasionante aventura de la paternidad con una abogada rubia quince años más joven que yo.

Me apoyé contra la pared y me tapé la cara con las manos. Todo parecía ir a peor y las fuerzas para soportarlo se me estaban agotando. Nada se enderezaba, nada avanzaba. Ni siquiera la inmensidad de la distancia había logrado aportarme un resquicio de optimismo, todo mostraba una tendencia obstinada a volvérseme en contra. Aunque me había prometido a mí misma que iba a ser fuerte, que iba a aguantar con coraje y a no claudicar, en la boca comencé a notar el sabor salado y turbio de la saliva que antecede al llanto.

Con todo, logré contenerme. Logré serenarme y, con ello, frenar la amenaza de sucumbir. Inconscientemente, antes de saltar al vacío, algún mecanismo ajeno a mi voluntad me hizo dar un triple salto mortal en el tiempo y, en el momento en que el hundimiento parecía inevitable, la memoria me transportó en volandas a una etapa lejana del ayer.

Allí estaba yo, con la misma melena castaña, el mismo cuerpo escaso de kilos y dos docenas de años menos, enfrentada a la adversidad de unas circunstancias que, a pesar de su dureza, no me lograron abatir. Me rozaron y me hirieron, pero no me tumbaron. Una prometedora carrera universitaria truncada en su cuarto curso por un embarazo inesperado, unos padres intolerantes que no supieron encajar el golpe, una triste boda de emergencia. Un opositor inmaduro por marido. Un apartamento helador y subterráneo por hogar. Un bebé escuchimizado que lloraba sin consuelo y toda la incertidumbre del mundo ante mí. Tiempos de bocadillos de caballa, tabaco negro y agua del grifo. Clases particulares mal pagadas y traducciones sobre la mesa de la cocina aliñadas con más imaginación que rigor, días de poco sueño y muchas prisas, de carencias, inquietud y desubicación. Ni cuenta en el banco siquiera tenía: en mi haber sólo contaba con la fuerza inconsciente que me proporcionaba el tener veintiún años, un hijo recién nacido y la cercanía de quien creía que iba a ser para siempre el hombre de mi vida.

Y, de repente, todo se había vuelto del revés. Ahora estaba sola y ya no tenía que bregar para sacar adelante a aquel niño flaquito y llorón, ni a su hermano que vino al mundo apenas año y medio después. Ya no tenía que pelear para que ese matrimonio joven y precipitado funcionara, para ayudar a mi marido en sus aspiraciones profesionales, para conseguir terminar la carrera estudiando en la madrugada con apuntes prestados y una estufa a los pies. Para poder costear canguros, guarderías, papillas de cereales y un Renault 5 de tercera mano, para mudarnos a un piso alquilado con calefacción central y un par de balcones. Para demostrar al mundo que mi existencia no era un fracaso. Todo eso había quedado atrás y en aquel nuevo capítulo ya sólo quedaba yo.

Impulsada por la transfusión de lucidez de los recuerdos sobrevenidos, me retiré las manos del rostro y, mientras mis ojos se habituaban de nuevo a la luz fría y fea del neón, me subí las mangas de la camisa por encima de los codos.

-Torres más altas han caído- murmuré al aire.

No tenía ni idea de por dónde empezar a organizar el desastroso legado del profesor Andrés Fontana, pero me lancé a trabajar, arremangada y decidida, como si la vida entera se me fuera en aquella labor. 

 

La siesta ya no existe en España, según «Der Spiegel»

La publicación alemana asegura que el Gobierno ha eliminado esta práctica porque nuestro país «ya no podía darse el lujo de "holgazanear" en medio de una bancarrota nacional»

La siesta ya no existe en España, según «Der Spiegel»
Una persona echándose la siesta en el sofá
 
La siesta no existe en España desde el año 2012. Al menos es lo que asegura el diario alemán «Der Spiegel». Al parecer, la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI, exigieron el Gobierno poner fin a esta práctica tan habitual entre los españoles a raíz del primer rescate bancario.
Esta llamativa afirmación va aún más allá. El periódico alemán asegura que llegó un momento en el que España «creía que ya no podía darse el lujo de ‘holgazanear’ en medio de una bancarrota nacional». La publicación explica que «durante siglos, los habitantes de los países del sur de Europa» han llevado a cabo esta práctica. Dice que los trabajadores abandonaban las oficinas y se iban «a casa a descansar para evitar el estrés». De hecho, asegura que esta práctica ha sido sagrada durante siglos pero, ahora, esta situación «idílica» ha terminado.
Para sorpresa de los españoles, «Der Spiegel» también afirma que no es la primera vez que la siesta es puesta en duda entre los gobernantes. Según el diario, «en 2005, el gobierno del entonces presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, eliminó la siesta para los funcionarios públicos» con el objetivo de invertir ese tiempo «de manera más productiva». Al parecer, el Gobierno socialista señaló entonces que «hoy en día con aire acondicionado hace que sea más fácil de seguir trabajando a pesar del calor».
Pero la crisis no ha sido la única causa por la que supuestamente se ha eliminado la siesta en España. «Der Spiegel» asegura que también se ha hecho para que los ciudadanos inviertan ese tiempo de sueño en «compras y de restaurantes», para aumentar el consumo y «los ingresos fiscales».
El resultado de la supuesta prohibición es, según «Der Spiegel», unos ciudadanos que han cambiado «su arte de disfrutar la vida por más trabajo y más consumo». Y puntualiza: «muchos protestaron» contra la medida «pero fue en vano».


Fuente:
http://www.abc.es